Mario Muchnik tardó cuatro años en preparar una edición de Guerra y paz. Fue el primer clásico que leyó y recordaba el ascenso a aquella cumbre, en plena adolescencia y por invitación de su madre, con la entrañable distorsión de la nostalgia. Su intención era comprar los derechos de la traducción de Laín Entralgo y Alcántara y contratar una revisión exhaustiva a un experto en la lengua de origen. Se lo propuso a algunos traductores, pero solo Lydia Kúper aceptó la labor de sanear y cotejar las casi dos mil páginas de la versión española con la rusa aprobada por el autor. Kúper tenía entonces ochenta y cinco años y cuenta Muchnik que había ocasiones en las que olvidaba haber traducido decenas de páginas; que en esos raros casos solo daba crédito de su labor cuando el editor le mostraba sus anotaciones manuscritas en versiones previas. Cuento esto solo para dimensionar ligeramente el tono heroico con el que lo cuenta Mario Muchnik y quizá, también, como cura escéptica a lo que viene a continuación.
No he leído este libro. Entre otras cosas porque está carísimo: la épica y la polémica -¿se trataba de una revisión exhaustiva o de una traducción nueva como indicaba la cubierta?- cotizan al alza en las librerías de segunda mano y de viejo. No obstante, pienso en el tiempo que le dedicaron: Muchnik escribe que pasó más de mil horas delante del ordenador solo ajustando y revisando la maqueta. Imagínate las que echaría Kúper.
Pienso en la importancia del tiempo en la edición: en la previsión con la que se confeccionan los catálogos; en la predilección que tenemos quienes nos dedicamos a ello por los plazos de entrega; en el poco espacio que dejan las tareas burocráticas y de gestión a la lectura. Sobre todo pienso en eso; en el tiempo de lectura y en el tiempo que dedicaron al placer de entregar sin remilgos todos esos ratos a la atención, como deja apuntado en otro lado: «De mayo de 1999 a finales de 2003, Lydia y yo estuvimos sumergidos en el universo de Tolstói, reviviendo a la vez la narración y nuestras lecturas de la narración, descubriendo de ese modo detalles minúsculos del genio del autor».
Por aquel entonces acababa de fundar su propia editorial: Taller de Mario Muchnik. Lo hizo después de haber trabajado en Seix Barral y de haber dirigido un sello con su nombre dentro de Anaya; es decir, después de haber editado centenares de libros. Solo entonces decidió que publicaría unos pocos títulos al año. Lo haría a quemarropa y desde su casa. «Me he dotado de la infraestructura más modesta posible: mi ordenador y yo. Organigrama sencillo. La editorial funciona en mi casa y abre cuando yo estoy, es decir, casi siempre», escribió en la carta de presentación de la editorial.
En todo esto pienso cuando me pregunto -y lo hago con bastante frecuencia- cuántos libros son muchos. O cuantos suficientes. O más difícil aún: cuál es la cifra justa de libros que deberíamos publicar al año. La respuesta es siempre vaga e incierta; no sé, quizá se esconde en la tramoya de la edición de Guerra y paz. En esos cuatro años para editar un libro que lleva escrito casi siglo y medio. Quizá esa sea una buena medida: no editar más de lo que se puede leer y no dejar de leer -y revisar- mientras sigan apareciendo líneas viudas, palabras mal tecleadas, nombres mal cortados.
Todo esto para decir que estos libros, no sé si pocos o muchos, son los que hemos podido leer y cuidar en lo que llevamos de año.
Ojalá te gusten.
El acto de la escritura es una de las obsesiones más persistentes entre los escritos y ensayos del crítico literario inglés Gabriel Josipovici. En su ejercicio parece haber muchos asuntos en juego: la relación del autor con lo escrito, la oposición entre sinceridad y retórica y, finalmente, el proceso mismo de escribir, en el que mente y cuerpo se entrelazan de manera ambigua. Son estos los tópicos que abordan los cuatro ensayos que componen La escritura y el cuerpo. Josipovici, a partir de la lectura y los análisis de la obra de Kafka, Borges, Shakespeare y la novela Tristram Shandy de Laurence Sterne reflexiona sobre un conjunto de cavilaciones inquietantes sobre el arte, el cuerpo y su vínculo íntimo con el oficio de escribir.
«Gabriel Josipovici es un crítico profundamente perspicaz». _ Muriel Spark
«Gabriel Josipovici es uno de los escritores más distinguidos y audaces del Reino Unido». _ Deborah Levy
La cronista es una criatura fenomenal. Su escritura está siempre en tránsito. Su mirada en tensión para llevar la experiencia propia y ajena al relato. Devora las formas de la literatura y sus géneros para narrar una realidad que también cambia cada a cada instante. Se arriesga y viaja, tantas veces de forma precaria, allí donde el interés de otros periodistas no llega. La cronista atiende a la palabra de quien migra, cuida, limpia; de quien ha sido violada, secuestrada, golpeada; de quien hace memoria de todas ellas y de quien encuentra en el feminismo una forma de intervenir el mundo.
María Angulo Egea y Marcela Guzmán Aguilar han rastreado el campo de la crónica hispanoamericana en su busca y han reunido en este libro a veintiuna voces de veinte países. Las escritoras que conforman este volumen han nacido después de 1980 y han publicado sus textos en pleno siglo xxi. Pero no son nuevas por ello sino porque, como escribe Gabriela Wiener en el prólogo: «Son las que están aquí las que trajeron los nuevos temas, los nuevos aires, los nuevos cuerpos, los nuevos horizontes, las nuevas luchas, las nuevas palabras, las que siguen empujando la puerta fría, las que han acampado en el extrarradio».
«Lo que hacen Angulo y Aguilar estaba por hacer. La compilación de crónicas de mujeres: voces, cuerpos y horizontes nuevos y disidentes. Cómo es posible que no se hubieran recopilado antes. La historia sin ellas solo sería la del poder». _ Patricia Almarcegui
«El libro que necesitábamos para continuar con una reparación histórica a partir de la ferocidad de las palabras. Una antología imprescindible». _ Lucía Lijtmaer
Hay imágenes que son memes. Hay empresas que gastan fortunas en convertir en memes sus campañas publicitarias y creadores de memes que se han hecho millonarios vendiendo sus servicios a multinacionales. Hay políticos que son memes sin quererlo y partidos que intentan memeizar a sus candidatos. Pero ¿qué es un meme?
El biólogo Richard Dawkins acuñó el término en 1976. Pero desde su aparición en internet el concepto ha mutado. Hoy la metáfora biológica de Dawkins da nombre a una cultura underground forjada a golpe de emoticonos y gifs de gatitos. Frases, imágenes y vídeos muy apreciados por su potencial viral y su capacidad para dirigir la atención.
Este ensayo colectivo reúne a historiadores, filósofos, críticos culturales y creadores de memes para reflexionar sobre uno de los fenómenos que con más fuerza han moldeado la cultura pop del siglo xxi. Entre todos desgranan la dimensión política del meme. La ideología que esconden y su evolución de cultura de nicho a moneda de cambio en el capitalismo de plataformas. El secuestro de la rana Pepe por parte de la ultraderecha. Las guerras entre los foros Tumblr y 4chan. La memeización de Isabel Díaz Ayuso. La canonización kitsch del Ecce homo de Borja o el extraño vínculo entre Jordan Peterson y los memes de autoayuda. En estas páginas está la historia de internet. Desde las cadenas de correos de los 2000 hasta los vídeos virales de TikTok. Un viaje a lo largo y ancho del Memeceno.
Llegir fereix com una daga o com una fletxa que entra dins del cor. Els llibres són perillosos si es llegeixen amb la intensitat amb què es viu, i la protagonista d’aquest assaig ho fa amb voracitat, fins a l’extenuació. Sense mètode ni tècnica. Fins i tot el que no entén.
En aquestes pàgines, l’autora es desdobla en una munió de lectores. Els seus noms –Bulímica, Malaltissa, Submisa, Somàtica i Amorosa– ens relaten la recerca d’una identitat que pren veu i cos mitjançant els llibres, l’amor, l’amistat i el sexe. Una odissea que transita des de la mort fins al desig de saber-ho i comprendre-ho tot.
Llegir mata és un assaig narratiu, erudit i subjugant amb el qual la Luna Miguel enfonsa el tall de la seva escriptura sota la pell, allà on s’esborren les fronteres entre la ficció i la memòria, la imaginació i la carn.
Hay lugares en el mundo que no pertenecen a ningún país. Son terra nullius, tierras de nadie. En Europa hay una, entre Serbia y Croacia, en la orilla oeste del Danubio. Su nombre es Gornja Siga. Para los pescadores locales no es más que un barrizal, pero para Vít Jedlička y sus amigos libertarios es un espacio virgen para la imaginación. El suelo soñado sobre el que levantar su micropaís: Liberland.
El lema nacional es «Vive y deja vivir» aunque bajo la brillante promesa de libertad yace el deseo de crear un paraíso fiscal que tiene por nuevos dioses al bitcoin y a la propiedad privada. Una utopía anarcocapitalista en el tuétano de Europa, justo en la frontera entre dos países que aún intentan reparar el desgarro del nacionalismo y que ven con horror la estampa de una nueva bandera ondeando junto al Danubio.
Timothée Demeillers y Grégoire Osoha han viajado hasta allí para narrar los contratiempos y las derivas de Liberland y su presidente Vít Jedlička. Un personaje quijotesco que vive en una eterna gira mundial para recabar financiación y reconocimiento. Que ve la investidura de Donald Trump desde las primeras filas. Que da conferencias en think tanks de ultraderecha y es aplaudido por salones de criptoentusiastas. Que intenta participar en la Copa Mundial de Fútbol de las naciones no reconocidas junto a Abjasia, Rutenia subcarpática o Laponia. Que colabora en un concurso de belleza organizado por proxenetas en el que oportunamente gana Miss Liberland. Que se mueve con soltura en una red de falsos cónsules, políticos de pega y estafadores profesionales. Viaje a Liberland cuenta la odisea de un país ilusorio y la de sus ciudadanos alucinados con la libertad y el dinero.
Gracias por acompañarnos y leernos,
Raúl E. Asencio.
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