Pan es el dios del todo, del miedo y de la risa. Medio divino, medio humano. Los griegos lo consideraban el señor del universo, pero también un sátiro colérico y lascivo. De su mitología nació Peter Pan y Fernando Arrabal lo adoptó como santo patrón de lo confuso y lo ridículo. Ernesto Castro se sitúa en esa tradición al tomar a Pan como metáfora de una época, la nuestra, que convulsiona entre el nihilismo irónico de las redes sociales y el pánico a la derecha iliberal de Marine Le Pen o Vladímir Putin.
El autor recupera para el título una anécdota narrada por Plutarco, según la cual una voz salida del mar le pidió al timonel Tamus que al llegar a puerto anunciara la muerte del gran Pan. Los capítulos de este ensayo orbitan en torno la noticia, trayéndola al presente y actualizándola como anuncio de un mundo y un tiempo que terminan. El autor vuelve sobre libros que nunca concluyó; artículos desperdigados por cajones, pen drives y revistas; prólogos, obituarios y diarios de lectura que ahora componen esta obra inédita. Un conjunto de palimpsestos, textos reescritos a lo largo del tiempo, que analizan la actualidad a partir de lo que murió en los últimos años: los sueños de los milénials y del 15M, los usos y costumbres de la pandemia, la masculinidad convencional, el posmodernismo filosófico, la dialéctica entre Madrid y Barcelona, la juventud y el abuelo materno del escritor.
El afán todológico de la obra va en la dirección opuesta a la de opinadores y cuñados. Como apunta al final de la introducción: «Hoy se llama todólogo a quien habla de todo sin saber de nada. Pero detrás de ese insulto se esconde también un desprecio a la erudición, que en el fondo es un odio a la reflexión. Vale que el pensamiento crítico no se agota en el enciclopedismo, en el amontonamiento de datos, pero tampoco es posible sin él. Sin polimatía no hay filosofía. Un filósofo que aspire a dilucidarlo todo desde cero, sin aprender unos saberes previos, es tan ridículo e ingenuo como el que se limita a acotar un pequeño campo de especialidad, olvidando la aspiración al conocimiento integral. Por eso hay que rehabilitar la propuesta todológica de Vasconcelos, no como la pretensión absurda de decirlo todo de todas las cosas, sino —más modestamente— algo de cada una. No sabemos si Pan está vivo o muerto, en búsqueda o captura, pero “El Aleph” nos mostró cómo el todo puede esconderse en la más pequeña de las cosas».
La prosa lúcida y mordaz de Ernesto Castro le convierte en uno de los ensayistas más pasmosos del presente. Véase el pulso literario y la ambiciosa estructura de esta obra, compuesta como una divertida torre de Jenga donde cada pieza soporta y a la vez desequilibra a las demás. La erudición, el humor y el estilo confluyen en ¡El gran Pan ha muerto! De ello da buena cuenta el prólogo de Miguel de Unamuno, que a pesar de llevar escrito hace más de un siglo y de haber sido rescatado de una columna publicada en Los Lunes de El Imparcial, parecía estar esperando un libro como este. En palabras del maestro Unamuno: «Si Dios nos toma el pelo a los hombres a lo divino, ¿no podemos nosotros, los hombres, tomarnos unos a otros el pelo a lo humano?».